relatos con arte

Lo que sigue es un intento de utilizar la ficción para motivar el aprendizaje de la Historia de Arte. Lo que sigue son pequeños relatos apócrifos, reflexiones, descripciones, cartas o poemas. Textos inventados siempre, pero inspirados en la historia, para mostrar los sentidos de las obras o adaptarlos a nosotros. En ellos se hace hablar al autor, a un personaje, a un crítico, a un mecenas, a un profesor o a un espectador que nos cuentan sus razones, su manera de ver, su sentimiento o su reflexión ante la imagen plástica. Se intenta llevar a los ojos a un nivel correcto de enfoque (que no pretende ser único o excluyente de otros, pero que sí se pretende interesante) y animar a la lectura de lo que se ve, o lo que es lo mismo, educar la mirada y disfrutar del conocimiento, concediendo al contenido, al fondo de las obras, un papel relevante que en nuestras clases, necesariamente formalistas, se suele marginar.

El síndrome de Jonás

El museo Guguenheim, que en Venecia y Nueva York habían acumulado la más prestigiosa colección de arte del siglo XX, se aprestaba en los años noventa a aprovechar la  reconversión industrial de Bilbao, en el Páis Vasco español del P.N.V., para intentar aumentar su influencia en la vieja Europa. La oportunidad se la brinda el gobierno vasco, que paga las obras de un nuevo museo y que deja su gestión en manos de la entidad artística. Todos los promotores saben que los caminos del arte contemporáneo se mueven entre las grandes instalaciones y los enormes formatos de los últimos Pop o de los nuevos expresionistas y piensan en un espacio mucho más grande que el de esa espiral de Nueva York que diseña el padre Wright, en algo mucho más alto, más ancho, más móvil, más orgánico... Se lo encargan a  Frank Gehry, que lo edifica en Bilbao en 1997, y  lo convierte, casi desde el primer momento, en su símbolo más universal. En efecto, el museo es un notable hito de la arquitectura deconstructiva cuyo estilo se opone a las líneas rectas del funcionalismo de Gropius y de Le Corbusier y representa una suerte de fusión entre el organicismo surrealista y el pop art americano. Su visita es una experiencia larga y envolvente, con muchas salas altas e irregulares, distribuidas en pisos distintos, y con miles de líneas curvas que parecen confluir en ese centro altísimo, señalado por la posición de los ascensores y las puertas que da forma de flor a su planta, y que es una experiencia arquitectónica tan fuerte que suele ser más intensa que la experiencia artística que producen sus tesoros pintados, filmados, esculpidos o instalados. Pocos hablan de que su emplazamiento en la orilla derecha, la orilla burguesa de Bilbao, justo al lado de la ría del Nervión, en una zona degradada por su uso industrial, es contiguo al espacio del precioso ensanche burgués de la ciudad, de manera que su construcción sirvió para producir importantes plusvalías en las operaciones de urbanismo consecuentes a los cambios de valoración del suelo de la zona.
Para algunos la fachada del museo Guggenheim es una inmensa escultura forrada de escamas de titanio, cuyo brillo metálico, que ha sido tan caro de producir, instalar y mantener, alude a su forma de gran pez. Para otros el titanio es la lógica consecuencia de la idea de que aquello pareciese la barriga de un gran barco abandonado en la ría del Nervión. Pensando en estas ideas que sirvieron tal vez de inspiración a Frank Ghery, me animo a dejar que mi mente juegue al juego de los símbolos... ¿Pez? ¿Barco? ¿Un pez grande? ¿Una ballena que devuelve a Jonás a su país en el momento en el que navegaba hacia Tharsis, la antigua Tartesos, la vieja España tan querida o tan odiada? ¿Un barco que recorre el mundo con vascos, como  Elcano, y portugueses como Magallanes, para mayor gloria de España o de espaldas a ella?   
Los marinos como Elcano, Nelson, Colón o como el trágico capitán Akad recorren el mundo a la busca de sus propios límites. Su objetivo suele ser el saber algo más sobre sí mismos o probar su valentía y de paso resolver profundos enigmas. Las obras de arte, del mismo modo, propician un viaje hacia el centro de uno mismo y descubren casi tanto como Colón en el mar Caribe. Las olas de este museo, sus techos blancos curvos y oscilantes nos podrían hacen enloquecer, jugando a lo que jugaban las sirenas, nos pueden bañar de verdad o pueden iluminarnos con la luz de la revelación. En medio de todas estas olas, las obras de arte no son sino peces o corales, algas de un mundo líquido, hermosos caballos de mar del reino de Poseidón. 
Por este mundo gris, lleno de vida, discurrió Jonás un tiempo. Expulsado del barco y encerrado en el vientre de la ballena, el profeta no era consciente de que la arquitectura del espacio en donde se encontraba era un pez que le trasladaba a su propio país, porque estaba obedeciendo la orden inexcusable del Dios que lo sabe todo. A mí me sucede en el museo algo parecido. El museo me invita a un movimiento inconsciente, a un paseo irreflexivo por las salas. A veces, como sucede tras las  pasar por delante de esas planchas de acero corten de Richard Serra, la borrachera es un síntoma que recuerda al extraño mareo del síndrome de Stendhal. Entonces uno siente que el museo se mueve y que eso es tal vez un efecto pretendido por la mente creadora del arquitecto, porque las grandes obras de la enorme sala han sido concebidas para el museo y forman parte de él con tanta fuerza que son como vísceras completas de un organismo total, mientras que los cuadros pequeños no son más que organismos extraños, pequeño plancton filtrado por las informes barbas, peces descontextualizados, pecios sin contenido como el propio Jonás o como nosotros mismos, que se cambian cada día o cada año.
Con estas reflexiones caigo en la cuenta de que en el tiempo sólo existe en cada cual una única experiencia y que el ámbito del museo impone una experiencia tan potente que minimiza la importancia de sus obras, que subordina sus tesoros a la innegable fuerza de su arquitectura. Esa fuerza nos ilumina, nos rodea, nos protege y nos sigue allí a donde vamos, porque está allí, con nosotros. Pasamos todo el día bajo sus altos techos, nos ponemos la pulsera para entrar y salir y volvemos a entrar en su vientre. Vivimos entre sus muros un viaje inolvidable, realizamos un paseo en el que nuestra cándida mirada se renueva y es posible contemplar lo más profundo de uno mismo. Somos seres que volvemos con esfuerzo a los orígenes, somos seres con los ojos asustados de los peces, somos seres empujados por el tiempo y perdidos en esta masa informe que es el mundo, lo mismo que aquel torpe profeta que se empeñaba en traicionar a su destino. 
Como Jonás en el vientre de la ballena, uno piensa que conviene dejarse llevar y sentir qué es lo que pasa. Eso hasta que llega la hora y el cetáceo nos deja en la costa, enfrentados con la tierra prometida.

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